Apuntes para la reconstrucción de los sucesos revolucionarios de octubre y noviembre de 1950 en Mayagüez: un testimonio
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- por Juan Rodríguez Cruz *
En la noche del 25 de octubre de 1950 tuvo lugar la última reunión de la Junta Nacionalista de Mayagüez, una de las seis principales juntas de la Isla. La presidió Don Rafael Cancel Rodríguez. Me tocó ser secretario de actas por esa noche, debido a la ausencia del secretario en propiedad, Emilio Aníbal Torres.
El propósito de esa reunión fue ultimar los preparativos para el viaje que haría al otro día de madrugada a Fajardo para conmemorar el natalicio del General Antonio Valero Bernabé, Pacheco. Allí se discutió la organización de la salida, quiénes irían, cuánto dinero había, quiénes irían vistiendo el uniforme de cadete y a cuáles personas se les asignarían misiones especiales de vigilancia. Otras tareas secretas se discutieron en grupos especializados. Había entre veinticinco a treinta personas, entre ellas algunas damas.
El local de la junta era la misma residencia de su presidente, en el segundo piso de la casa de madera con balcón por dos lados que estaba ubicada en la calle Estación.
Testimonio para la reconstrucción de los sucesos
El jueves 26 de octubre de 1950, aproximadamente a las tres de la mañana, salimos en peregrinación a Fajardo para conmemorar el natalicio de Antonio Valero Bernabé, general de los ejércitos libertadores de México y Sur América.
Viajamos uniformados de cadetes nacionalistas, de pie todo el trayecto, ida y vuelta, en una guagua “pick-up” roja, “Internacional”. Regresamos en la madrugada del viernes 28 de octubre. Fui a la escuela por la tarde. El viernes a media noche fui despertado por Eladio Sotomayor, para informarme que había una situación de emergencia que requería la presencia de todos en la casa de Don Rafael Cancel, ya que se esperaba un allanamiento por el incidente ocurrido al grupo de Rafael Burgos al regreso de Fajardo. Papá protestó airado ya que apenas yo había dormido en las tres últimas noches. Viernes, amanecer sábado, montamos guardia en el balcón alrededor del segundo piso que ocupaba Don Rafael Cancel en la calle Piñero, esquina, sur -este de la calle Estación. Como a las seis de la mañana del sábado paso una “police-patrol” guagua cerrada, llena de agentes, mirando detenidamente hacia arriba.
El día del sábado lo pasamos en febril preparación de artefactos defensivos y búsqueda de armamento. Todo lo que íbamos consiguiendo lo cargábamos a un monte, casi impenetrable por las zarzas, que está localizado más allá del Barrio La Quinta de Mayagüez, a la salida para Las Marías, entrando por un camino poblado a ambos lados, de nombre “La Cuchilla de los Ramos”. En uno de estos viajes de ese sábado tuve que llegar hasta el almacén de comestibles de Don Rafael Cancel, en la calle Libertad esquina Muñoz Rivera, al costado de la antigua Plaza del Mercado. Allí encontré a un emisario que nos llegaba de San Juan, el barbero Juan Jaca Hernández, negro, corpulento y decidido. Nos informaba que Albizu estaba aislado por la policía colonial y que el liderato, aun en libertad de movimiento, recordaba que Albizu les había prevenido para una circunstancia como ésta, diciéndoles: “Ustedes saben cuál es su deber y cómo cumplirlo. Ustedes saben lo que tienen que hacer”. Interpretando estas palabras como una orden para adelantar el estallido revolucionario, Pedro Ulises Pabón, un farmacéutico de San Germán, había burlado la vigilancia y salió con las órdenes del levantamiento. A esos efectos fui encargado por Don Rafa, para conducirlo a la carbonera donde estaba el jefe militar de la zona de Mayagüez, un sargento, veterano de las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América y ex-miembro de la reserva en la Guardia Nacional, con una vanguardia de tres hombres.
Llegamos como a la una de la tarde e inmediatamente se dio comienzo a la discusión de los planes revolucionarios. Señaló Jaca que el liderato revolucionario había acordado precipitar el golpe dadas las circunstancias ya conocidas. El plan era el siguiente: el lunes a la una de la tarde se lanzarían ataques simultáneos a la Fortaleza, cuarteles de la policía en Ponce, Arecibo, Utuado, Jayuya, Mayagüez y Cuartel General. Grupos especiales capturarían aquellas figuras militares y policiacas capaces de dar órdenes. Capturada la Fortaleza y prisionero el gobernador colonial, se cablegrafiaría a los distintos organismos internacionales pidiendo el reconocimiento de la república y ayuda. Una vez capturadas las cabeceras de distrito mencionadas, se ganaría a los elementos vacilantes y se implantaría un servicio militar compulsorio ya que sabíamos que las fuerzas de los Estados Unidos de América, acantonadas desde Aguadilla hasta Ceiba, entrarían en acción una vez vieran sus fuerzas títeres derrotadas.
El que se escogiera la una de la tarde del lunes se nos explicó de la siguiente manera: a la una de la tarde nadie espera un ataque armado. La mayor parte de la gente habría almorzado y se encontrarían perezosas y somnolientas. Los niños estarían en las escuelas, por lo que había menos posibilidad de muerte para ellos. Además habría menos civiles en la calle y el movimiento de vehículos y gente no se haría tan sospechoso como si fuera de noche.
La selección de los pueblos aludidos anteriormente responde al hecho de ser cabeceras de distrito, y a la mayor militancia de nacionalistas en los mismos. En el caso de Utuado y Jayuya, la primera sería el lugar a donde retirarnos en caso de fracasar en las cabeceras de distrito. En estos dos pueblos, corazón de Puerto Rico, contábamos de antemano con la victoria; en el caso de Jayuya había un barrio rural, Coabey, en donde la mayoría de sus habitantes respaldaba el movimiento armado, como así lo demostró.
Así, todo dispuesto, desde Mayagüez se enviaron emisarios a los pueblos circundantes a reclamar la presencia revolucionaria de los comprometidos. José A. Ballet, estudiante de cuarto año, al igual que yo, de 16 años, partió hacia San Germán y Cabo Rojo. Otros, que no puedo recordar hoy, fueron a diferentes lugares. Yo regresé a la ciudad con el emisario de San Juan y fui a ver a mis padres y seis hermanos para despedirme de ellos disimuladamente. Ellos no notaron nada raro en mis actitudes que denunciara el drama que pronto iba a comenzar. Yo, por otra parte, era todo euforia revolucionaria y fervor patriótico. Ese día por la mañana, comiéndonos unas galletas “por soda” en la tienda de Santos Otero, Liceo arriba, le había dicho a mi inseparable amigo y compañero revolucionario, Lalo (Eladio Sotomayor Cancel): “Si vamos a lanzarnos a la revolución es preferible morir antes de ser derrotados y apresados, ya que seríamos acusados de criminales por los inconscientes, como ocurre siempre después de todo golpe frustrado. Ahora no pensaba nada más que en la hora que se aproximaba.
Al abandonar la casa de mis padres en el arrabal del Liceo, lo hice como si fuera para el cine y ellos me pidieron que regresara temprano para que cenara. Me dirigí a casa de Lalo y recogí dos rifles calibre 22 y los eché en un saco de henequén conjuntamente con la pistola P-38 que había recibido el viernes por la madrugada.
Bajé por una de las cuestas de barro rojo que desemboca en “La Mineral”. Allí tomé un taxi, que antes de llevarme a La Quinta dio varias vueltas por Mayagüez, cogiendo y soltando pasajeros. En una de esas vueltas me pasó frente al cuartel de la Policía, cosa que me intranquilizó ya que creí que el chofer me había descubierto y me iba a entregar a la policía; mas no fue así.
Serían las seis de la tarde cuando llegué al monte, encontrando allí a Gil V. Ramos, Ezequiel Lugo y Ramón Muñiz. Gil tenía que salir y para mi sorpresa me dejó en comando del pequeño grupo armado con las debidas instrucciones para guardar con celo el equipo ya acumulado.
La noche del sábado dormimos por turnos. Yo me envolví en una capa militar y el plástico interior, al reunir todo el vapor que despedía mi cuerpo, me mantuvo mojado toda la noche.
En las primeras horas de la mañana del domingo fuimos enterados de la fuga masiva ocurrida en la Penitenciaría Estatal de Río Piedras. La noche anterior, más de doscientos presos habían forzado su salida. Este acontecimiento tenía relación con la revolución, como lo veremos más adelante. El resto del día nos lo pasamos recibiendo uno que otro material e información sobre las diligencias que hacían los compañeros para reunir el mayor número de adeptos para el lunes.
Después de las once de la noche empezaron a llegar los comprometidos. El grupo más numeroso fue el de Cabo Rojo. Lo comandaba un apuesto estudiante de la Universidad Interamericana, Adán Montalvo, hoy abogado de una empresa usurera norteamericana. Venía al frente de ocho jóvenes, todos muy dispuestos y en la mejor condición física. Uno de ellos apenas hacía dos días que se había casado. Luego siguieron otros de San Germán y Mayagüez. Toda la noche nos la pasamos escuchando el silbido cauteloso que nos anunciaba uno o varios nuevos adeptos. A las seis de la mañana del lunes había cuarenta. Esa mañana, luego de desayunarnos con queso, galletas y chinas bastante verdes, empezó la organización militar del grupo. Gil V. Ramos ocupó la suprema comandancia, nombrando lugartenientes a Aníbal Torres, segundo líder de Mayagüez, y a Adán Montalvo, líder de Cabo Rojo. Luego nos dividieron en pelotones de cinco hombres, tres o cuatro con armas de fuego y uno o dos con bombas de dinamita y cocteles Molotov. Cada grupo de cinco tenía su líder.
Las banderas de Puerto Rico y Lares, que antes habían flotado en el balcón de la residencia de Don Rafael Cancel, local de la Junta Nacionalista de Mayagüez, ahora presidían nuestros actos.
A las seis y media de la mañana llegó al campamento, muy alarmado, Domingo Lugo, con un radio portátil. Nos comunicó de inmediato las noticias difundidas por la radio sobre el encuentro armado entre nacionalistas y policías, ocurrido en el barrio Macana de Peñuelas, la madrugada de ese día. Todos unimos las cabezas en torno al radio para escuchar uno y otro locutor, llenos de exaltación y de alarma, difundir con voz estentórea el descubrimiento de una conspiración revolucionaria de gran magnitud. La noticia por un lado nos exaltó y nos llenó de ansiedad combativa; pero, por otro, nos obligó a recapacitar sobre el elemento sorpresa. Todos intercambiamos opiniones y nos manteníamos expectantes ante el pequeño radio. Alrededor de las diez de la mañana la radio, que continuaba histérica, anunció el ataque de la policía a la residencia del ingeniero Heriberto Castro, de Utuado, donde se hallaban parapetados los comprometidos de ese pueblo. Luego de esta noticia, Eladio Sotomayor, “Lalo”, Reinaldo Trillo, otros y yo le llamamos la atención al comandante del grupo para que adelantara el ataque ya que si esperábamos a la hora convenida el elemento sorpresa nos iba a fallar, y el enemigo estaría esperándonos. A estos razonamientos el respondió que tenía órdenes superiores de lanzarse a la batalla a la una y así se haría.
Las noticias sobre otros encuentros se iban sucediendo sin que el comandante cambiara sus planes. La radio seguía dando instrucciones oficiales emanadas de las autoridades coloniales y la ansiedad iba aumentando en nosotros. Después del ataque a la Fortaleza oímos las instrucciones del Gobernador, Luis Muñoz Marín, de movilizar la Guardia Nacional con la orden de “tiren a matar”.
Al acercarse la una de la tarde y luego de un breve almuerzo de galletas, mortadella y queso, se nos reunió para escuchar las palabras inflamadas de patriotismo del presidente de la Junta de Mayagüez, Don Rafael Cancel Rodríguez. “Había llegado, decía él, la hora suprema del valor y el sacrificio. Tienen una tarea heroica por delante, la libertad de la Patria amada”. Y recordando a Albizu Campos repetía una y otra vez que la virtud suprema del hombre era el valor, la falta de temor ante la muerte cuando se cumple con el deber sagrado; eso es amar la Patria. Continuaba diciendo: “Vamos a enfrentarnos a fuerzas superiores pero lo sacrosanto de nuestra causa nos hace superiores a ellas. Id acompañados por el máximo arquitecto del Universo, Él os ayudará”. Cerró la arenga con un “¡Viva Puerto Rico Libre y muera el imperialismo yanqui!”
Inmediatamente se nos asignaron diversas misiones a los diferentes pelotones de combatientes. A un grupo entre los cuales estaba Eladio Sotomayor, José A. Vélez, Reinaldo Trillo, Pedro Tasforó Martínez y Ezequiel Lugo, se le asignó la misión de tomar el cuartel principal de la policía en la antigua calle los Mangos, hoy Pilar Defilló. A otro grupo comandado por Amado Eulogio Peña, uno de tres hermanos comprometidos, se le asignó la tarea de incendiar y tomar el cuartel de la Policía de la calle Concordia en la playa de Mayagüez. A mí se me asignó la dirección de un grupo de cuatro, entre los que estaban el barbero Daniel Feliciano, hombre joven pero obeso, el repostero Ramón Muñiz Rosado y Tato, un joven campesino del barrio Quemado, con la misión de interceptar todo vehículo oficial o refuerzos policiacos provenientes de Maricao o Las Marías, en el puente Gandel que pasa sobre el río Yagüez. De los cuatro sólo Daniel y yo teníamos armas de fuego, los otros dos iban provistos de bombas Molotov y de dinamita y perdigones.
Tan pronto recibí la encomienda, salimos presurosos trepando montañas llenas de vegetación hostil, alguna ladera sembrada de caña y por último, antes de vadear el no Yagüez, al norte del puente Gandel, una pieza de café. De los cuatro, el que empezó a jadear y requedarse debido al cansancio que le producía la obesidad, fue Daniel, hasta el punto que tuvimos que dejarlo rezagado por temor de llegar tarde a nuestra cita. Al poco rato Tato se desapareció. Así llegamos al lugar convenido, una barranca cubierta de espesos y altos matorrales que dominaba la carretera, solamente Ramón Muñiz y yo. Nuestra esperanza era tenderle una emboscada al primer jeep o vehículo oficial que se presentara transportando fuerzas enemigas. La convenido era abrir fuego sobre ellos para obligarlos a detenerse y luego regresar al cuartel.
Ocultos esperamos por más de una hora. Cuando vimos que no pasaba ni un solo vehículo, decidimos marchar hasta el pueblo para unirnos a los demás muchachos. Yo empuñé la mochila y me la eché al hombro. Empezamos a caminar por la carretera en dirección a Mayagüez. A medida que pasábamos frente a las casas oíamos las noticias del resto de la Isla y yo creta oír algo con referencia a Mayagüez, por lo que supuse que ya los muchachos habían entrado en acción. Este pensamiento me hizo apresurar el paso de tal manera, que dejé rezagado a Ramón. De los tres que salieron conmigo ninguno volvió al campamento. Los volví a ver en la cárcel una semana después.
En mi camino, cuando me iba acercando al puente Gandel, vi un individuo tomando nota a la entrada del mismo. Sospechando que se trataba de una gente del gobierno, abandoné la carretera por el otro lado y tomé una zanja profunda que iba bordeando la carretera por el lado opuesto a una valla. Cuando estuve cerca del sujeto empuñé la pistola y avancé sigilosamente hasta un poste del alumbrado eléctrico que estaba no más de seis pies de él. Pensé que podía ser un agente de seguridad interna y quise asegurarme. Es la vez que más cerca he estado de matar a un ser humano. De pronto, me asaltó la duda. Quizás no tenía nada que ver con el gobierno. Hice la decisión de disparar contra él si notaba que estaba armado; pero no vi tan siquiera un bulto en su cintura, por lo que retrocedí y seguí mi camino. Volví a la carretera y me llené de una desesperación que me hizo llorar de rabia y morderme los labios hasta sangrar. Pensaba que quizás los muchachos podrían estar necesitando mi ayuda y yo no estaba haciendo nada. En eso oí el ruido de un vehículo que se aproximaba. Mordí la mochila con los dientes bien apretados para poder usar ambas manos al trepar por una barranca empinada y así ponerme a salvo en caso que el vehículo fuera del enemigo. Al ver que no lo era, continúe trepando por aquel cafetal.
En mi ruta pasé cerca de un charco de agua del mismo río Yagüez y me detuve a bañarme, que bastante lo necesitaba. Regresé al campamento luego de asegurarme por un radio de una casa de campo, que en Mayagüez todavía no había sucedido nada. A mi regreso me enteré que dos de los mejores compañeros, José Cruzado Ortiz y Domingo Lugo, habían sido sorprendidos ingenuamente pasando frente a un cuartel de la Guardia Nacional. Les habían ocupado las armas de fuego. Algunos de los muchachos que habían salido a efectuar misiones revolucionarias habían regresado sin haber podido hacer nada, ya que Mayagüez a la hora que ellos salieron era una ciudad ocupada militarmente. La Guardia Nacional y la policía ocupaban las azoteas de los cuarteles y de todos los edificios públicos donde habían emplazado nidos de ametralladoras. Frente al Municipio, la cárcel de distrito y otros lugares importantes, habían prohibido el paso y construyeron barricadas con sacos de arena. Frente a estos lugares jóvenes nerviosos de la Guardia Nacional desplegaban movimientos muy peligrosos para la población civil. A ello se deben las muertes de tres inocentes que no supieron lo que quería decir un “¡Halt!”
Uno fue masacrado en la Plaza de Colón por un guardia nacional que temblaba y daba gritos como un loco. Otro fue un lechero de Guanajibo a quien le volcaron la guagua encima a tiros, y el otro fue muerto en el hospital y sus pasajeros heridos gravemente.
En el campamento, esa tarde del lunes 30 de octubre, todo eran conferencias y planes. Se había llegado a la conclusión que la toma de Mayagüez era suicida y que estábamos acampados muy cerca de la ciudad, donde llevábamos tres días. Algunos compañeros no habían regresado.
Luego de la cena, que mientras estuvimos en ese lugar fue confeccionada por la mama de dos jóvenes campesinos que estaban con nosotros, los hermanos Pucho y Enrique Toro, del barrio La Cueva, se discutió la posibilidad de trasladarnos a Las Marías, en ruta hacia el interior de la Isla, Utuado. Esa tarde apareció el primer voluntario que no pertenecía al Partido. Un chofer de camión quien se puso a nuestra disposición, incluyendo su vehículo. A él y a otros dos muchachos se les encomendó ir a Las Marías para estudiar las defensas de dicho pueblo.
Avanzada la noche, yo pedí permiso para buscar una ruta que nos colocara al lado sur del Cerro las Mesas, por el lugar donde está el palacio de García Méndez. Según yo, si establecíamos el campamento en ese lugar conocido por la gente de allí como la “Chorra” y “El salto”, a la vez que estábamos protegidos por defensas naturales, contábamos con agua y comunicación por el mismo monte con varios de nuestros familiares y amigos que vivían en la carretera que conduce del pueblo al Cerro las Mesas. A esos efectos salí acompañado de Don Rafael Cancel y “X”, un zapatero fabricante de chanclas bastante joven pero con poco ánimo como lo demostró esa noche.
Serían como las diez y media de la noche cuando nos pusimos en marcha. Atravesamos la carretera y el río Yagüez por La Quinta, pero bastante arriba. Nos internamos en los cafetales en medio de la oscuridad. Poco a poco fuimos abandonando los cafetales y trepando por los montes casi impenetrables. A duras penas avanzamos hasta que salimos a un claro y comprendí que estaba en un lugar completamente desconocido para mí. ¡En mi ingenuidad había pasado por alto que aún en distancias cortas uno se pierde caminando de noche por sitios extraños sin la ayuda de un instrumento o guía natural! Decidí continuar para llegar a un monte bien empinado y casi impenetrable por la vegetación.
Le dije a Don Rafa y a “X” que esperáramos el amanecer allí. Para poder acostarme tuve que hacerlo en forma casi vertical, poniendo un árbol entre las piernas para no rodar. Aquí fue que el ánimo del compañero “X” cedió. Alarmado, le decía a Don Rafa: “Mire, Don Rafa, y que éste quiere dormir en un momento como éste”. Al momento, sobresaltado, nos decía que oía pasos de tropa. Lo que él imaginaba paso de tropa no era otra cosa que el ruido que producía un mísero perro trasquilado caminando entre las hojas secas, que no sabemos de dónde diablos salió. En ese momento tuve que reírme al recordar el terror que sobrecogió a Sancho estando con su amo Don Quijote en Sierra Morena en la aventura de los batanes. Pero más me reí cuando nos despertó sobresaltado porque había visto las luces de un jeep que se dirigía hacia nosotros. Sólo eran dos cucuyos que venían volando paralelamente. ¡Así de agrandadas tenía las pupilas el pobre “X”!
Al aclarar el día, portentoso espectáculo de colores, me di cuenta que en vez de caminar de norte a sur, como debía haber hecho, había caminado de oeste a este. Nos encontrábamos casi al este del Cerro las Mesas, llegando al río del Rosario, en algún lugar entre Juan Alonso y El Limón. Decidimos regresar y según avanzábamos, en nuestro retorno, íbamos tomando algunas naranjas (chinas) pintonas, a lo que “X” se oponía por el rastro que iban dejando las cáscaras.
En eso oímos una serie de disparos y explosiones provenientes del lugar donde estaban acampados los muchachos. Pensamos que estaban siendo atacados por las fuerzas del gobierno y yo propuse que avanzáramos para brindarles ayuda. Don Rafa, por su edad y falta del debido entrenamiento, obviamente hacía más de lo que podía. “X”, pusilánime, no muy joven y sin entrenamiento, no avanzaba tampoco. En ese momento, y viviendo intensamente la exaltación patriótica de esos días, se me ocurrió que podría desempeñar el papel del héroe. En mi imaginación me veía llegando sorpresivamente por la retaguardia de las fuerzas atacantes y disparar nutridamente y así desmoralizarlos en lo que los muchachos se reponían. Pensando esto, abandone a Don Rafa y a “X” y eché a correr a la velocidad que mi cuerpo podía; iba delirando... Crucé el río Yagüez nuevamente y me enfrenté al cruce de la carretera por La Quinta. Por coincidencia salí frente a la escuela rural. Eran cerca de las ocho de la mañana y los niños jugaban alrededor de ella esperando la hora de entrar. Me oculté detrás de un tocón grueso esperando el momento oportuno para cruzar sin ser visto. No sé cómo un niño logró verme y en cuestión de segundos se forme una gran conmoción y gritería de niños, a los cuales se unió la maestra dando alaridos como si estuviera herida de muerte. En un momento los vecinos de las residencias al norte de la carretera empezaron a correr hacia la escuela. Comprendiendo que estaba corriendo el riesgo de ser acosado y aprehendido por algún “héroe” de los que siempre aparecen en un momento así, empuñé lo que llevaba para evitar tentaciones y crucé la carretera ante la vista de todos hasta internarme en el monte, siempre mirando hacia atrás para detectar cualquier movimiento sospechoso a tiempo.
Llegué al campamento como a las nueve y media de la mañana y me extrañó la calma reinante. Al mirar hacia un lado vi que alguien era mecido en una hamaca y a la vez lo abanicaban. Inquirí impaciente y me tranquilice cuando me dijeron que no había pasado nada. La Guardia Nacional había hecho fuego desde la carretera hacia el monte pero no se había atrevido a entrar. Quien estaba en la hamaca era Ezequiel Lugo, joven pelirrojo, con un corazón que no le cabía en su pecho. Medía 62 pulgadas de estatura y se hallaba extenuado, pues a la una de la mañana había participado en un combate a tiros en la playa de Mayagüez, tras el cual, para volver al campamento había tenido que dar una inmensa vuelta, caminando hacia el sur de Guanajibo, luego hacia el este, para dirigirse hacia el norte, evadiendo siempre las zonas pobladas. Esto significaba darle una vuelta en círculo a toda la ciudad. Vi a Lalo y le examiné la cabeza donde presentaba una horadación de proyectil que le curé al momento. Mientras lo curaba me hizo el relato del combate durante la madrugada. El pelotón integrado por ellos era, sin lugar a dudas, el más valeroso y decidido de los pelotones de Mayagüez. Lo integraban el joven orador y estudiante brillante, Reinaldo Trillo Martínez, recién egresado de una cárcel federal por negarse a servir al ejército de Estados Unidos; Eladio Sotomayor Cancel, joven ebanista que hacía meses había hecho promesa de batirse a tiros con el F.B.I., cuando fuera a arrestarlo por evadir el servicio militar obligatorio; Ezequiel Lugo, ebanista también y con la misma opinión sobre el servicio militar obligatorio; José A. Vélez, capitán de cadetes de Mayagüez, de valor dudoso, y Pedro Tasforó Martínez, moreno, obrero, padre de familia, de San Germán, de calor e integridad excepcional. Ezequiel y Reinaldo eran solteros, los demás casados y con hijos.
A este pelotón se le había encargado la misión de destruir la planta eléctrica de Mayagüez, y se hallaba en la calle San Juan, esquina Echagüe, cerca de la residencia de Vélez, esperando la ocasión, cuando fue sorprendido por un vehículo de la policía donde viajaban el Tnte. Hernández y los policías Lozada, Martí y Bruckman. Estos últimos reconocieron al grupo rebelde y uno dijo: “Ahí están esos sinvergüenzas”. De inmediato retrocedieron mientras los comprometidos tomaban sus puestos de combate. Trillo, Lalo y Vélez tenían pistolas calibre 45, favorita de nosotros. Ezequiel tenía un revólver calibre 38 y Tasforó bombas de dinamita. Lalo tomó posición agachado tras un poste del alumbrado, Trillo se acostó boca abajo entre los pies de Sotomayor, Ezequiel, en la otra esquina de la acera sin protección alguna, disparaba tendido boca abajo. Tasforó brincó una verja de zinc y desde allí hacía esfuerzos por prender una de las bombas de dinamita. Vélez, de dudosa actuación, desapareció porque se le había encasquillado la pistola, supuestamente. El tiroteo se desarrollaba con intensidad entre la gritería y la conmoción del barrio, hasta que en el segundo intento Tasforó logró encender la dinamita, “juguete” que lanzó exactamente frente al carro de la policía. La denotación fue infernal, levantó el frente del carro y abrió un tremendo boquete en el pavimento, lanzando miles de partículas de diversa materia encima de las casas y en todas direcciones. Las mujeres del barrio con sus gritos ensordecedores se hicieron escuchar. Llegado este momento, la policía con Hernández gravemente herido, y los otros con heridas menos graves, excepto Martí, lograron poner el vehículo en marcha y se dieron a la huida. Mientras los muchachos, sin Vélez, se apresuraban a salir de allí y regresar dando la vuelta a toda la ciudad que ya expliqué. En el camino abandonaron algún equipo y en el lugar de combate dejaron un carrito Ford, cuyo dueño, José Cruzado Ortiz, ya estaba preso y a quien inocentemente se le acusaría por los hechos ocurridos allí. Sería encontrado culpable recibiendo una sentencia de 78 años de prisión. En Guanajibo habían dejado también material y equipo.
Durante el resto de ese día, 31 de octubre, nos la pasamos haciendo planes y acometiendo misiones que no reportaban ningún resultado positivo. Era evidente que nosotros teníamos que movernos ese mismo día. Un avión se la pasó volando sobre nosotros durante la tarde. Ya el grupo no estaba tan nutrido como el primer día. Al anochecer supimos que había habido una escaramuza a tiros entre el grupo que dirigía Amado Eulogio Peña, veterano de Corea y un vehículo de la policía, frente a la casa de Pepito Cruzado Ortiz (en este grupo se encontraba Irvin Flores). Como represalia, la policía ametralló la casa de Cruzado Ortiz. Ya se observaban ciertos signos de desaliento entre los más por la falta de acción y aparente vacilación del liderato revolucionario de Mayagüez. El grupo combatiente de la noche anterior propuso e insistía en una ataque frontal, con todos nosotros, al cuartel principal de la policía. Yo me uní a ellos añadiendo que por estar dicho cuartel frente a la escuela intermedia José de Diego, de donde acababa de graduarme después de tres años, conocía bien el terreno, y cómo llegar hasta 50 ó 60 pies del frente de ese cuartel por una zanja profunda de cemento desde donde había vigilado la actividad policiaca por más de tres horas la noche del 28 de octubre. El que fungía de comandante supremo rechazó de plano la idea aludiendo que él era el jefe y que no permitiría ningún ataque que resultara en pérdidas innecesarias de nuestras vidas. Para agravar más la situación, empezó a llover y nosotros no teníamos donde guarecernos, salvo una o dos capas. Por fin decidimos movernos al anochecer, a la finca de Don Ganí Cruzado, padre de Pepito, que quedaba a cuatro o cinco kilómetros detrás, hacia el norte de donde estábamos y en dirección al barrio Quemado. Así, después de comer lo que nos llegó de casa de los Toro, emprendimos la limpieza del lugar donde estábamos y empezamos a trepar por el resto de la ladera del monte hasta llegar a la cima. La labor fue extremadamente difícil. Bajamos, cosa más fácil, hasta encontrar un camino con pésimas condiciones. Debido a la lluvia de ese día, nos metíamos hasta los tobillos en el pantano. Recuerdo que yo, transfigurado, volvía de vez en cuando hacia atrás para recoger equipo abandonado por otros, o para ayudar a algún compañero, que como en el caso de Miguel Ángel Ruiz Alicea, recién egresado de la prisión federal por evadir el servicio militar obligatorio, sus condiciones físicas eran lastimosas. Así fue como el jefe supremo del grupo, Alicea, y otro cuyo nombre no puedo recordar ahora, perdimos contacto con los grupos que iban a la vanguardia, y agotados y ateridos de frío, nos acostamos juntos los cuatro en medio del pantano. A punto de amanecer, ya no soportábamos aquella frialdad y decidimos hacer un esfuerzo más, a ver si encontrábamos la casa. Recogimos de nuevo el equipo y nos pusimos en marcha, encontrando como a los quince minutos de marcha, la casa de Don Ganí. Para enfado e indignación del jefe y nuestra, el hombre que hacía de centinela se había quedado dormido y los demás yacían durmiendo sobre los sacos de café en el almacén.
Con la llegada nuestra, algunos se despertaron y se discutió la responsabilidad de aquel descuido tan elemental. Al rato, la buena y noble mamá de Pepito Cruzado nos servía a todos un jarro de café hirviendo y aromático, que daba gusto y ánimo. Esa mañana, miércoles, 1 de noviembre de 1950, nos movimos de la casa de Don Ganí a un cerro próximo. Durante toda la mañana y la tarde, un avión se pasó dando vueltas sobre nuestras cabezas. El monte era espeso y alguno de los nuestros aprovechó para bañarse en un charco que quedaba próximo. En la mañana había tenido el inmenso placer de saludar y hablar con el más pequeño de los hijos de Don Ganí, Wilfredo, “Tito”, como le decían de cariño o “Tito Doble U”. Fue mi compañero en la clase de Historia de Puerto Rico en la escuela superior y venía acompañado con un condiscípulo de la misma clase, Nelson Molina. Me abrazaron y me dijeron que aunque las clases estaban suspendidas todos me echaban de menos. !
Al oscurecer se reunieron los tres jefes y en unión a Don Rafa, acordaron mover el campamento en las cercanías de Las Marías. A esos efectos, Don Rafa se trasladaría conmigo a la finca de su tío en las inmediaciones de ese pueblito, para preparar el lugar donde acamparíamos. Luego yo regresaría a avisarles a ellos. Así dispuesto todo, Don Rafa y yo salimos como a eso de las cinco y media de la mañana tratando de evadir los lugares poblados, lo que nos obligaba a seguir senderos tortuosos y a repechar montes; y seguir cursos de quebradas. Debido a lo que habíamos caminado estábamos sudorosos y sedientos, no empece a lo temprano de la mañana. Llegamos a un pozo de agua donde una niña llevaba un balde con un hataco de higüera. No notó nuestra presencia hasta el momento en que estuvimos próximos a ella. Al pedirle agua, llenó el hataco y nos lo entregó, echando a correr llena de espanto. Nosotros nos apresuramos a abandonar el lugar para evitar ser sorprendidos. En nuestra ruta al azar, nos ocurrieron varios incidentes embarazosos e interesantes. Durante la mañana, siguiendo el curso de una quebrada, pasamos por detrás de una casa donde se hablaba en voz alta. A juzgar por los comentarios de una voz masculina, parece que se trataba de un agente de la policía que hasta ese momento no se había reportado a sus labores por temor. Más adelante, repechando unos sembrados, no pudimos evadir el encuentro con tres de los trabajadores del área. Mientras Don Rafa usaba su espada para ayudarse en los brincos de las zanjas, yo creí prudente acercarme a uno de ellos y decirle una media verdad para justificar nuestra invasión de la propiedad. La persona parecía muy bien enterada y comprendió. Nos orientó y a su vez nos aconsejó que abandonáramos aquella finca lo más pronto posible por ser propiedad del gobierno.
El incidente más serio ocurrió cuando nos vimos obligados a tomar un camino real amplio, bordeado de guayabales. Por el mismo se dirigía en dirección a nosotros un grupo de cinco o seis mujeres. Cuando nos vieron reaccionaron llenas de pavor y formaron una gritería atroz. ¡Bendito, no nos hagan nada!, gritaban. De nada valían los gestos y palabras que les dirigíamos para convencerlas de que no tenían de qué preocuparse. Tal parece que nos confundieron con los recién evadidos de la prisión. La verdad es que nuestra apariencia, luego de cuatro días luchando con las inclemencias del tiempo, los cardos y las malezas, era miserable. Tuvimos que internarnos de nuevo en el monte y perder la orientación cardinal que llevábamos. Serían las doce del día cuando llegamos a la cumbre de una montaña. Estábamos perdidos. Intuimos que estábamos cerca del lugar y trepé a un frondoso árbol de mangó para poder ver más hacia todos lados. Traté de encontrar una señal promisoria. A lo lejos divise solamente montañas, lomas y sembrados... Varias casas dispersas se venían a lo lejos aquí y allá. Se lo iba indicando a Don Rafa quien me envió a la más cercana a preguntar por la dirección de la finca de su tío. En dicha casa se encontraba almorzando una numerosa familia adulta; uno de ellos me indicó la dirección. En camino hacia el lugar indicado pasamos por detrás de una casa desde donde se oía un radio a todo volumen, emitiendo la noticia de la rendición de Don Pedro Albizu Campos. Decían que al ser entrevistado Don Pedro, este se limitó sólo a decir que “la patria está pasando por su transfiguración gloriosa”. Esta noticia de la “rendición” de Albizu terminó por convencer a Don Rafa sobre la futilidad de la continuación de la rebelión. Ya para este día, jueves, otros núcleos revolucionarios en la isla habían sido acallados. Sus integrantes estaban muertos o hechos prisioneros. En el alma y en el ánimo del caudillo de Mayagüez, pesaba el arresto de su esposa e hija, quienes eran mantenidas en prisión, por lo que se entendía claramente, en calidad de rehenes. Fue en este momento que dirigiéndose a mí, me dijo: “Si Albizu se rindió es porque la revolución está ya hecha”. No había pasado una hora cuando nos encontrábamos en la casa del tío de Don Rafa. Allí fue recibido por el matrimonio y un hijo como de 25 años, con grandes muestras de cariño. Para entonces, había empezado a llover y la extenuación y el hambre nos rendían.
De inmediato, nos dieron un café con leche acabado de colar, que nos supo a gloria y libertad. Nos dieron ropa seca y limpia; nos curaron los pies llenos de ampollas de agua y adoloridos. Luego empezamos a planear lo que habría de hacerse con el grupo restante. Don Rafa decidió que luego de la comida, unas sopas del país riquísimas, yo saldría en el caballo de la familia a buscar el grupo restante en Mayagüez.
Mi aventura de Las Marías a Mayagüez, El Quemado, a caballo, bajo la lluvia y en aquellas circunstancias, es uno de los principales episodios tragicómicos de mi vida. Déjenme decirles que a pesar de haber nacido y vivido en el campo hasta la edad de los 10 años, mi padre nunca tuvo el dinero para comprarme un potrito del cual estuve enamorado siempre. Como consecuencia yo no sabía montar y creía que esto era más fácil. Sucedió que luego de meterme dentro de una capa militar, ponerme un sombrero, y echarme el “artefacto” directamente frente al ombligo, el muchacho de la casa me ayudó a montar en el caballo. A la salida de la finca tuve que bajarme para abrir un portón de palos y alambre de púas. Al querer volver a montarme, el caballo, muy resabioso, no me dejaba, tirándome mordiscos. Pude amarrarlo y volver a la casa. El muchacho volvió conmigo y me dijo que el caballo no soportaba que nadie se le montara por el lado izquierdo, era derechista. Luego de darle varios planazos por las ancas, me ayudó a montar de nuevo y así emprendí mi viaje como agente de contacto. Debido a mi inexperiencia en la monta de caballos, éste se la pasaba tratando de virar, atravesándose así en la carretera de orilla a orilla y encabritándose de vez en cuando. Otro malestar horrible me lo proporcionaba el cañón del “artefacto”, el cual, por llevarlo frente al ombligo para el rápido manejo, me golpeaba a cada paso del caballo donde ustedes están pensando. Todos los esfuerzos que hacía para evitar esta molestia eran en vano ya que no tenía soltura, por el trabajo que me costaba el mantener el caballo en dirección a Mayagüez y el temor de perder el equilibrio. Seguía avanzando dolorosamente de esa manera, acercándome cada vez más a la entrada de La Cueva en El Quemado. Estaba cerca cuando pude divisar las figuras de tres campesinos que venían en dirección opuesta y casi corriendo, protegiéndose de la lluvia con sacos de henequén de capuchas en la cabeza y las espaldas. Venían comentando la gran concentración de guardias nacionales y policías que había desde la entrada al barrio La Cueva hasta cerca del mismo lugar donde se encontraban los muchachos. Hacían conjeturas del número de muertos y la cantidad de sangre que se derramaría. Los detuve para preguntarle a uno de ellos cuanto faltaba para llegar a la entrada del barrio El Quemado. Me enteró que estaba cerca, pero me advirtió que el barrio El Quemado estaba rodeado de policías y que se esperaba un combate sangriento de un momento a otro.
Continúe el camino pensando en la manera de evadir las fuerzas del gobierno para llegar al campamento de los muchachos. Temía ser descubierto y no poder tan siquiera defenderme por la falta de dominio de la montura. Pensaba que cualquier detonación podría asustar al caballo más de lo que estaba. En ese momento, al doblar un recodo de la carretera, me encontré con un cordón de hombres uniformados que cerraba la entrada a El Quemado. Decidí disimular y seguir como si me dirigiera hacia Mayagüez. Pensé que debido a mi apariencia de muchacho, pasaría desapercibido y así fue. En el momento de pasar frente a ellos lo hice simulando que los ignoraba, sin embargo por dentro iba esperando el “Halt” y pensando lo peor. Me perdí después de la próxima curva y trate de hallar otro acceso al lugar, pero el caballo no cooperaba. Entonces se me vino a la mente el hecho de que el comandante del grupo siendo yerno de Don Rafa, conocía el lugar en Las Marías, donde nos encontrábamos y seguramente al anochecer daría instrucciones para trasladar el grupo allá. Aliviado de esta manera, deje libre las riendas del caballo, iniciando éste una virada casi en redondo y emprendiendo carrera hacia Las Marías. Trabajo me costaba mantenerme sobre él. Nuevamente al pasar por la entrada de El Quemado, me asaltaron los mismos temores, pero no pasó nada.
Más tarde me enteré que la Guardia Nacional y la policía se habían limitado a disparar desde la carretera hacia el monte; sin embargo, yo no escuché ni un solo disparo.
Como a las doce de la noche empezaron a llegar los primeros compañeros. Me puse en pie y salí a ayudar a los más rezagados, entre ellos a M. Ruiz Alicea, quien apenas podía caminar. Nos acomodamos como pudimos, cediendo mi cama a un compañero, ya que a excepción de mis pies, me sentía muy bien. Al amanecer del viernes los compañeros fueron contados y apenas quedábamos 17 del grupo inicial. Se reunieron los jefes y discutieron las posibilidades que teníamos. Fue acuerdo de la mayoría la disolución del grupo. Se redactó un mensaje que se entregaría a las autoridades de Mayagüez, en el cual se notificaba nuestra decisión de deponer las armas. El mensaje fue discutido por todos y en ninguna parte del mismo Don Rafa pedía garantías para su vida, como calumniosa e infamemente informó la prensa. Caso similar a la supuesta aparición de Albizu con una toalla blanca en una escoba, cuando la verdad histórica es que fue Don Álvaro Rivera Walker quien ya cegado y sin poder respirar por el constante bombardeo de gases lacrimógenos, pidió el cese del ataque de esa manera. Don Álvaro, quien ocupó una celda a mi lado en el Oso Blanco, me narró los pormenores del combate. Su parecido físico a distancia hizo que se le confundiera con Albizu, por lo que los individuos mal intencionados han estado haciendo escarnio de Don Pedro Albizu Campos. A la propuesta de deponer las armas se opusieron los muchachos ya comprometidos por las acciones bélicas pasadas. Entre ellos llevaba la voz cantante Eladio Sotomayor, secundado por Trillo y Ezequiel Lugo, quienes creían que debían seguir con las armas.
Después que se envió al muchacho de la casa con la nota a Mayagüez, se procedió a enterrar las armas, excepto las pertenecientes al grupo de Cabo Rojo, quienes se marcharon por el monte con ellas. Los demás nos dirigimos a un riachuelo cercano donde nos lavamos las ropas y nos aseamos. Allí se entabló uno de los diálogos más entretenidos de la corta campaña. Ballet, quien jocosamente se refería a la forma en que seríamos obligados a confesar, hacía gestos y ademanes con las manos, simulando una manga de goma golpeando el pecho y en medio de carcajadas, repetía: “¿Vas a confesar, insurrecto?”. Don Benecio Colón, que lo escuchaba mientras lavaba su ropa, le respondió: “Ballet, Dios quiera y el mabí se le conserve frío”. La verdad fue, que no tan sólo a Ballet, sino a todos los demás, se nos “calentaría el mabí” más de una vez en la prisión.
* “Apuntes para la reconstrucción de los sucesos revolucionarios de octubre y noviembre de 1950 en Mayagüez: un testimonio”, artículo de Juan Rodríguez Cruz, fue publicado originalmente en el número 5-6 de la Revista de Historia, el año 1987.