Lo que se va y no vuelve
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- por Francisco M. Quiñones
El abolicionista Francisco Mariano Quiñones, presidente del primer gabinete provisional bajo el régimen autonómico, publicó en los años anteriores una gran número de artículos en “El Liberal” de Mayagüez. Algunos de ellos fueron recopilados y publicados por el Partido Autonomista en 1887 en un libro publicado en Ponce por la Tipografía El Vapor. Por su oportunidad, reproducimos la primera parte del artículo titulado “Lo que se va y no vuelve”.
En las transacciones comerciales señala el dato de la exportación y el de la importación, hasta cierto punto, el grado de prosperidad o decadencia en que puede encontrarse un pueblo. ¿Hay sobrante a favor del primer dato? Pues es lógico suponer que el pueblo progresa. ¿Se consume más del exterior que lo que se produce para exportar? Pues es lógico suponer también que se marcha a la bancarrota.
De tiempo muy atrás oía yo a personas competentes de mi país quejarse de la indiferencia con que se miraba por nuestro Gobierno y por todas las clases de nuestra sociedad, el fenómeno desconsolador del desnivel en lo exportado para traer al país el numerario que facilitara siquiera las transacciones comerciales, y cubriera al propio tiempo el uso que se había hecho del crédito en los mercados extranjeros con lo importado para el consumo; fenómeno repetido uno y otro año, sin excepción de los más venturosos que haya registrado la estadística.
Bien que no hiciera nunca estudios de economía política no dejaba de comprender la fuerza de estas razones, y presentía ya los males del porvenir, desde que llamado a ocuparme de la cosa pública, palpaba más de lleno el desacierto económico del gobernante y en cierto modo la apatía de todos los interesados en la conservación de nuestra riqueza. La lucha política absorbía toda nuestra atención, y así dejaba el conservador que todo marchara de mal en peor, y el liberal que arreciara el conflicto hasta que fuera irremediable.
Nos hallamos en bancarrota, hay que confesarlo. Los recursos se han agotado y no parece posible reproducirlos a fuerza de labor constante, de economía, y de una más inteligente dirección en el ramo de la producción, que es la única llamada a restablecer nuestra riqueza, puesto que somos un pueblo esencialmente dedicado a las faenas agrícolas, y porque circundados de otros de ingenio más activo para la inventiva, no se nos ha de ocurrir que donde se halle agotado el campo puede suplir con creces a la escasez del rendimiento agrícola que vuelve con la riqueza como en Inglaterra el beneficio del producto manufacturado.
¡Nos hallamos arruinados! Esto se ve y se palpa por lo menos respecto de la inmensa mayoría de los habitantes de esta Isla y aun teman los pocos que en el naufragio se han salvado y se mantienen todavía en pié en la playa desolada, antes rica y hospitalaria, que la marea siempre creciente venga al cabo también por ellos.
¡Nos hallamos arruinados! La frase es fatídica; pero por lo mismo que es de toda certidumbre apodítica, no ha de remediarla ni la ocultación cobarde, ni el pavor que infunde. No, el desaliento ni la desesperación no han remediado nunca nada. La crisis es horrible; pero por lo mismo que es suprema, puede que indique pronto el comienzo del restablecimiento de la salud del cuerpo. Miremos y contemplemos. ¿Hemos sido nosotros los únicos predestinados al naufragio y a la calamidad? Otros han pasado por pruebas aún más horribles y han vencido.
Un solo ejemplo vivo, elocuente, decisivo, consolador quiero presentar, para demostrar que todo es posible donde aunados los esfuerzos quiere un pueblo levantarse. La Holanda me lo suministra; esa Holanda hoy rica, productora y feliz y un día sumergida entre las olas del mar y sus dunas, y entre el pavoroso aluvión de sus grandes ríos y sus afluentes. Estamos arruinados: pero, todavía puede restablecerse nuestra fortuna; ¿por qué dudarlo y entregarnos al desaliento y a la desesperación que hasta carecen de inventiva para el remedio? El dato de la importación y el de la exportación, aunque importante, me parece que no explica lo bastante nuestra decadencia.
Pretender corregir el fenómeno en ese solo extremo fuera insuficiente. Mil causas se han aglomerado para producirla, y contra ellas también hay que luchar hasta que se venza. ¿Por qué, por ejemplo, se escapa nuestra riqueza hacia el exterior y no vuelve, fuera de lo que se dedica para el pago de lo importado para el consumo? ¿Por qué no alcanza ni medianamente siquiera para cubrir el crédito que exige la importación, donde no se presenta bajo la forma más conveniente del cambio de productos? ¿Por qué vamos ya gastando el último céntimo, y solo vemos en el fondo del tesoro de la antes rica provincia pobreza, desconsoladora pobreza?
Es que lo mejor de su caudal ha ido desapareciendo incesantemente, debe confesarse, invertido casi siempre en cosas de ningún provecho, y hemos logrado rara vez que vuelva. Mírese el ramo de instrucción; y porque no satisface aún lo que tenemos, ¡qué de sumas no se distraen y se consumen en el extranjero que aquí debieran quedarse! El alto empleado, el presupuesto de guerra, ¡cuántas no se llevan que no vuelven! Y el que vino a adquirirlas de cualquier modo, ¿no pensó siempre disfrutarlas junto al hogar paterno que de aquí se halla distante? ¿No hace otro tanto el comerciante que buscó la playa que creía inhospitalaria cuando logra reunir caudal bastante para retirarse? Sí, nuestra sociedad se forma de clases activas, pero que se mueven en ella como si estuvieran siempre de tránsito; en tanto que nuestro pueblo imprevisor e indiferente no se aprestó nunca a luchar contra esas causas, que son las que principalmente producen la riqueza que se va y no vuelve.
De reciente he oído decir, y apenas si me permito creerlo, que se denuncia sotto voce una reacción, que de todos modos creo necesaria, pero en un sentido que no aceptó nunca ni la índole hospitalaria del puertorriqueño, ni el carácter de honradez que presuponen los principios sustentados por el partido liberal en Puerto Rico. Somos desgraciados, y principalmente lo somos porque se nos explota en todos sentidos; pero las fuentes de nuestra riqueza no se han cerrado jamás al extranjero, ni menos al peninsular que ha venido honradamente a utilizarlas; y de que nunca nos debe incomodar la fortuna adquirida por medio del trabajo y de la economía, eso es lo que constantemente hemos tratado de enseñar a nuestro pueblo.
Este quiere luchar contra el infortunio; éste quiere que desaparezca la desproporción entre lo que necesariamente debe irse para no volver, y lo que innecesariamente se va y se pierde. Pero en esta lucha queremos conservar sin pérdida de prestigio el carácter hospitalario de nuestro pueblo, y el de las honrosas armas que hemos esgrimido siempre en defensa de nuestros derechos y de los buenos principios. Hemos dicho siempre que las fuentes de nuestra riqueza bien administradas dan para todo; que dan lo mismo para el sostenimiento del Estado, como para el sustento y adelanto de los habitantes de esta Provincia y para que el que no hubiera nacido en nuestro suelo reporte el beneficio de su trabajo.
La lucha presentada en estos términos parecía ayer insostenible, pero no lo es desde que el Gobierno supremo, acercándose a la crisis con ojos más despreocupados, consiente la discusión en que se le señalan con sinceridad sus desaciertos y busca el medio de aparecer más justo en estas apartadas posesiones ultramarinas. La lucha es ardua, ¿por qué negarlo? Ciegos y sordos intervienen en ella y con no escasa presunción de que aún alcanza su poder para pararla cuando les convenga. Pero el mal se halla en el período álgido; la marea ha subido a un punto en que todos hemos de perecer, ricos y pobres, refractarios y no refractarios, si no embarcamos juntos en la nave que el cielo nos depara y en la que ha esculpido la bienhechora mano del progreso la palabra ¡Autonomía!
Razones políticas y sociales para nuestra decadencia sobran por otra parte. Leyendo un día la obra de un eminente crítico de Alemania, de principios del siglo, sobre la historia de la literatura, llamó mi atención la importancia que él ya daba a la preponderancia política de los pueblos, particularmente para el desarrollo de las letras y su estimación en el extranjero. Yo que entiendo que ha influido siempre poderosamente en todo lo que se refiere al orden social, he llegado, de deducción en deducción, al convencimiento de que nuestras costumbres y nuestros embarazos no son otra cosa que el resultado fatal del imperio que en lo político ha ejercido aquí siempre el refractario a todo adelanto. Con razón o sin ella, dióle el poder supremo la exclusiva dirección de nuestros asuntos, libertándole del contrapeso necesario a todo el que administra y encuentra por lo regular las mejores luces en el campo de las oposiciones; y así ha marchado todo.
Me contraigo solo al pasado para explicar lo presente. Reduciéndose, por ejemplo, la instrucción selecta a la que solo pudiese partir del Seminario de los Jesuitas, aunque no llenara las aspiraciones de todos los padres de familia, porque no todos aceptaban la educación clerical; poniéndose la escuela pública del campo y la ciudad en manos de gente inepta o que solo venían a cobrar sueldos y no a ocuparse con ardor de la enseñanza de los niños que se les confiaban; recelándose del maestro privado que no había hecho profesión de fe ortodoxa en principios ultra religiosos y políticos; o persiguiéndola en el Instituto provincial que pugnaba por levantarse; en fin, presentándose la instrucción deficiente, limitada y en donde mejor con ribetes de secta, incompatibles en este siglo de progreso, hase hecho más daño a esta Provincia de lo que a simple vista parece.
Y dejando a un lado el ramo de la instrucción, que en todo país culto florece porque se mira como el predilecto de las sociedades que aspiran a vida propia, sabiéndose lo que cuesta el cambio de luces por numerario, cuando hay necesidad de buscarlas en otra parte, miro el campo y la ciudad y en ninguna parte encuentro ya el fuerte aliciente que pudiese hacer olvidar al extranjero como antes al suelo patrio. La vida, hay que confesarlo, se va haciendo aquí tan pesada y enojosa por el continuo tormento de las clases trabajadoras, inclinadas ya al desaliento como difícil de llevar para los comparativamente ricos, de no tener que apelar a los extremos que repugnan hasta los más egoístas.
Por regla general hay que convenir en que el acreedor se ha presentado siempre tolerante, más que tolerante en Puerto Rico, sea porque se supiera que la cosa no tenía remedio, sea porque haya repugnado al más afortunado aumentar el conflicto del caído. Pero de todos modos fue siempre in extremis el capital egoísta, y por esa razón no nos sorprende que se retiren tantos con el suyo a disfrutarlo fuera de Puerto Rico con sus familias.
Son, pues, caudales que se van y que no vuelven, así como es probable que pronto tengamos que decir también, caso de que no mejore aquí el estado de cosas, cuando veamos partir a nuestros hijos pobres y proscritos en busca de playas más hospitalarias: ¡afectos son los que van y que se pierden!