Hallazgo de la imagen de la Virgen de La Candelaria en la isla canaria de Tenerife
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- por Federico Cedó Alzamora, Historiador Oficial de Mayagüez
Los aborígenes guanches fueron un pueblo neolítico, hombres primitivos que vivieron hasta el siglo XV en las Islas Canarias como en la Edad de Piedra. Vestían con pieles de animales y habitaban en cuevas. Resistieron fieramente los intentos de conquista y dominio por parte de los castellanos y consiguieron mantener su independencia hasta 1496.
El misterioso hallazgo de la hermosa imagen de la Virgen María, madre de Jesús, en un paraje costero, solitario y desértico de un pueblo que no era cristiano, entre cánticos angelicales, suavísimos olores y aureolada de resplandores de candelas encendidas, erguida sobre una peña a orillas del mar en una playa de negras arenas que tendría media legua de largo, precedió a la erupción del Volcán Teide (Cuyo nombre era “Echeide”, y significaba “boca del infierno en la lengua de origen beréber de los primitivos aborígenes guanches de la isla de Tenerife en el archipiélago de las Islas Canarias, también conocidas como las Islas Afortunadas,”).
Los aborígenes guanches daban en su lengua a su isla de Tenerife el nombre de “Chinechi” y fue allí, precisamente un 15 de agosto, mientras los habitantes nativos de dicha isla celebraban durante nueve días su gran fiesta del Beñesmén o fiesta del Año Nuevo y de recolección de las cosechas, cuando ocurrió providencialmente el hallazgo de la imagen de La Candelaria.
Los guanches encendían hogueras en las que quemaban rastrojos para fertilizar la tierra y expresar su agradecimiento a la Hija del Sol por los frutos recibidos y pedir por los del año que ahí mismo comenzaba. Rompían ritualmente un gánigo o recipiente ceremonial lleno de leche y miel, derramándolas como ofrenda a la Madre Tierra iluminada por candelas verdes, sustituyendo entonces el gánigo roto por uno nuevo, simbolizando la prosperidad y el bienestar que se esperaba en el nuevo año.
Casi un siglo antes del Descubrimiento, (En un año que nadie ha podido precisar con exactitud, pero que, según los distintos cálculos que se han hecho, entre los cuales no hay acuerdo, fue entre 1393 o 1401), ocurrió lo siguiente:
Dos pastores guanches cuidaban sus rebaños de cabras llevándolos por las negras arenas volcánicas, húmedas por el suave vaivén de las olas atlánticas en el litoral de lo que hoy es conocido como el “Llano de la Virgen” que era una amplia explanada desértica y muy seca sobre la trasplaya inmediata y contigua a la playa de Chimisay (Tymsay en la lengua de los guanches significaba “Súplicas”) que está en la desembocadura del barranco de Chinguaro, vocablo que a su vez significaba “lugar de estar, de residencia o de reunión”.
Al oscurecer, advirtieron que sus animales se movían inquietos y se arremolinaba sin hacerles caso cuando ellos trataban de llevarlos hacia las cuevas en las que iban a guarecerlos durante la noche.
En la cercana playa vieron con gran sorpresa sobre una peña como a unos 40 metros de la orilla del mar, la erguida figura de una mujer que llevaba un niño en uno de sus brazos y una candela verde en la otra mano.
Como les estaba prohibido hablar con mujeres en parajes despoblados, los pastores que vieron la imagen le hicieron señas a “la Señora” para que se apartase, para que no espantara sus cabras y les dejase pasar. Al no obtener respuesta, uno de ellos intentó lanzarle una piedra, pero no pudo hacerlo, pues se le paralizó el brazo y se le dislocó el hombro. Al ver lo sucedido, el otro pastor sacó su tabona, un arma primitiva hecha de una filosa piedra e intentó infructuosamente herir con ella a “la Señora” o cortar al niño para comprobar si eran humanos o cosa viva, pero entonces vio con gran susto cómo aparecían las heridas en sus propias manos. Los atemorizados pastores se fueron del lugar hasta Chinguaro (“ti-n-gwar”, en la lengua de los guanches significaba “lugar de estar, de residencia o de reunión), en busca de Acaymo, el Mencey del Reino o el Menceyato de Güímar, a quien le relataron alborotados el extraño suceso.
A la mañana siguiente el Mencey, título que los aborígenes guanches daban a sus reyes, bajó a la playa de Chimisay, que es como era llamada entonces la actual playa del Socorro, acompañado de sus consejeros y de toda su corte. Quedó admirado de la belleza de la imagen, que casi le pareció estar viva, y comprendió enseguida que se trataba de algo sobrenatural.
Los aborígenes guanches creyeron reconocerla como la “Chaxiraxi”, que en su lengua, llamada Tifinagh, quería decir “La Madre del Sol” o “Axmayex Guayaxerach Achoron Achaman” o “Madre del que Carga o Sustenta el Mundo”, y así la llamaron, pues algún parecido tendría con el objeto de los cultos guanches y tuaregs relacionados con la estrella Canopo, una estrella de primera magnitud, la segunda más brillante en el cielo, la cual era de especial adoración para ellos, pues creían que era la estrella principal, la más antigua, la madre de todas las demás estrellas y la tenían como referente para la organización de su calendario estelar, por lo que la Estrella del Sur era el eje cosmológico de las culturas beréber y guanche.
El Mencey ordenó que llevasen la recién hallada imagen de la Chaxiraxi a su cueva-palacio de Chinguaro, donde él vivía, pero nadie osó moverse a tocarla, por el temor que les inspiraba en razón de los milagrosos sucesos antes presenciados. Finalmente, los dos pastores, instados por el propio Mencey, recuperaron su valor y se atrevieron a acercarse a la imagen. Al instante de haberla tocado sanaron en el acto de sus heridas y disloques, en la mano de uno y en el hombro del otro, sin dejar estas huella alguna.
Atónito ante lo que estaba viendo, el Mencey quiso honrar u homenajear a la prodigiosa imagen, la cual tenía casi un metro de altura, siendo él, todo un rey, quien la llevara. Solamente pudo hacerlo hasta llegar a una cuesta en donde la imagen pareció experimentar súbitamente un extraordinario e inexplicable aumento en su peso, así que le fue menester pedir socorro a todos los que habían venido con él para que le ayudaran a continuar con el traslado de la imagen. Esta acabó siendo llevada por todo el pueblo hasta Chinguaro, donde ocurrieron admirables prodigios que le fueron atribuidos, lo cual fue motivo de que se la tuviese en grandísima veneración.
Una vez en Chinguaro, la imagen no fue colocada en la cueva-palacio del Mencey sino en la cueva-oratorio de Auchón, una de las cuevas en el Barranco de Chinguaro, sobre pieles curtidas.
Allí vinieron a venerarla todos reyes de cada uno de los nueve menceyatos de la isla. Cada uno le ofreció, según su devoción y posibilidad, las más hermosas de sus cabras hasta formar un rebaño de seiscientas a las que el Mencey señaló un término particular de tierras, en Igueste, donde sería apacentado dicho ganado.
Todos los años al llegar la época de celebrar la fiesta del Beñesmén, se interrumpía todo tipo de actividad bélica entre los menceyatos y los menceyes se reunían en paz en una especie de banquete sagrado y multitudinario en el que se sacrificaban muchas cabras en honor de la Chaxiraxi cuyas carnes eran entonces ceremonial y proporcionalmente repartidas entre los menceyes y consumidas por ellos y sus seguidores.
La cueva santa de Añaco, en Igueste de Candelaria, fue desde entonces un convento de harimaguadas o sacerdotisas guanches que cuidaban del culto a la Chaxiraxi, a la que se le hacían ofrendas de leche, miel y gofio. Los mágicos sones del tajaraste, un Instrumento musical utilizado para acompañar una antigua danza popular isleña, envolvían los aires, y sus ecos viajaban por el éter hacia las lomas que abrazaban el sagrado valle de Güímar. Los pastos sagrados de Igueste quedaron dedicados al pastoreo exclusivo de los rebaños sagrados de la Chaxiraxi y de su carnero sagrado, y se decretó pena de muerte para quien se les acercase. Poco a poco se fue desarrollando un conciliatorio culto sincrético entre creencias diferentes y rituales solares y lunares, fusionando eventualmente elementos de la religiosidad aborigen con los procedentes de la doctrina en la que se fundamenta el culto cristiano a la madre de Jesús.
Más tarde, un joven mozo guanche llamado Antón Güímares quien, encontrándose pescando una vez en la boca de un barranco había sido capturado y hecho esclavo por los castellanos que incursionaban desde otras islas, y entre los cuales había convivido algún tiempo durante el cual se había bautizado, siendo criado allá como paje de don Hernán Peraza, Señor de las Islas Menores del Occidente de las Canarias: Lanzarote, Fuerteventura, y luego de La Gomera y el Hierro. Al dejar a sus captores, el mozuelo regresó a Tenerife y al ver la imagen milagrosa reconoció inmediatamente en ella a la Virgen María, postrándose ante ella y revelando al Mencey y a toda la corte guanche de Güímar que esa era la madre de Jesús, el hijo del Dios de los cristianos. El joven Antón recomendó que no se dejase la imagen en un lugar tan transitado como aquel en el que estaba y que se le buscase un lugar más conveniente donde fuese ella señora de su casa. La imagen fue trasladada entonces a la cueva-oratorio de Achbinico, que los cristianos llamaron después “Cueva de San Blas”, para ser expuesta allí a pública veneración, quedando el joven Antón como su sacristán.
Don Sancho de Herrera, castellano y Señor de las islas de Lanzarote y Fuerteventura, ya en poder de los cristianos, firmó las paces con los aborígenes guanches del Reino de Güímar y, como prenda de la amistad pactada, les pidió la entrega de la imagen, alegando que aquella reliquia pertenecía a los cristianos, que eran quienes la sabían venerar y tener en lo que ella verdaderamente era, y que los guanches, como “gente sin Dios”, no tenían de ella conocimiento. Ante la negativa de los guanches a desprenderse de la imagen, los majoreros, que son los naturales de las islas de Lanzarote y Fuerteventura recurrieron a un ardid fingiendo embarcarse y regresando en la noche para robarse la imagen, la cual llevaron luego en solemne procesión a la iglesia de San Salvador, en Lanzarote, donde la colocaron en el altar mayor.
Al día siguiente la imagen apareció vuelta de espaldas a los feligreses y con su rostro mirando hacia la pared. La pusieron de nuevo cara al frente, pero al día siguiente volvieron a encontrarla vuelta de espaldas, y cuantas veces la ponían cara al pueblo, tantas veces volvían a encontrarla luego vuelta de espaldas, hasta que se desató una pestilencial enfermedad de modorra, una fiebre maligna pútrida que hoy conocemos como Fiebre Amarilla con síntomas como los del Dengue Hemorrágico y el Dengue Rompe huesos, de la que muchas personas murieron y que ellos mismos atribuyeron a algún castigo divino motivado por el sacrílego robo.
Ante ese azote, don Sancho de Herrera no quiso resistir más lo que intuyó era la voluntad divina y los castellanos majoreros regresaron con la milagrosa imagen a Tenerife para restituírsela a los guanches tinerfeños, encontrándose entonces con la sorpresa de que, milagrosamente, la imagen había estado en dos sitios al mismo tiempo, pues el Mencey de Güímar, recelando alguna treta, cada mañana había estado enviando dos criados suyos a ver si la imagen seguía estando en su lugar, pudiendo comprobarse mediante testigos que la imagen había permanecido en su cueva en Tenerife, a la vista de todos, durante todo el tiempo en que simultáneamente había estado también en la iglesia de Lanzarote, igualmente a la vista de todo el pueblo.
Durante un siglo continuaron sintiéndose los cánticos celestiales y las procesiones de los ángeles por las playas de Chimisay y Abona hasta la Cueva de San Blas, encontrándose luego de estas procesiones gotas de cera y velas de cera acabadas de apagar o velas encendidas aún pegadas a los riscos de la playa, o panes de cera virgen, de hasta veinte libras o más, con los que se hacían las velas o candelas con las que los aborígenes rendían luego culto a su Virgen, siendo lo más milagroso de ello que ocurría en una isla en la que no había colmenas de abejas de dónde sacar la cera y las velas eran necesarias para la celebración de las tradicionales ceremonias conmemorando la purificación de la Virgen. Pareció evidente a todos el cuidado que tenía la Divina Providencia en que hubiese cera para las festividades de la Virgen, pues esta cera siempre aparecía cuatro o cinco días antes de la fiesta de la Candelaria, dando así tiempo suficiente para la confección de los cirios, velas o candelas que se hacían con ellas.
Cuando los castellanos finalmente conquistaron la isla de Tenerife en el año 1496 ya la devoción a Nuestra Señora de La Candelaria estaba allí muy arraigada entre los aborígenes guanches, cosa que los castellanos no acertaban a explicarse, pues los guanches ni siquiera habían sido cristianos, pero a causa de los muchos prodigios que Dios obraba por ella, en 1526 edificaron su santuario.
El hecho de que esto ocurriese en el Reino o Menceyato de Güímar (Wemmar en la lengua de los Guanches significaba “El Paso”) en la costa sureste de la isla de Tenerife facilitó que, desde las Islas Canarias, esa devoción pasara y se propagase rápidamente a las Indias, y muy particularmente a Puerto Rico, pues los navíos que salían de España con rumbo a los virreinatos de Las Indias hacían escala en Canarias para hacer aguada y apertrecharse de provisiones frescas antes de lanzarse a cruzar el vasto Atlántico y al hacerlo, era entonces Puerto Rico la primera tierra del Nuevo Mundo que encontraban. En Puerto Rico, Mayagüez fue uno de los muchos pueblos fundados en el Siglo XVIII por descendientes de isleños y es por ello que el nombre original del pueblo fue "Pueblo de Nuestra Señora de La Candelaria" y es también por ello que la Virgen de La Candelaria sigue siendo su Santa Patrona.
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