Separatismo, invasión e hispanidad
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- por Mario Cancel Sepúlveda *
El consenso de los historiadores liberales reformistas y autonomistas era que la Insurrección de Lares había fracasado porque contradecía la voluntad popular y por la incapacidad palmaria de sus dirigentes para conducir un pueblo a la libertad. La Insurrección de Lares no se ajustaba a lo que José Julián Acosta denominó en un texto de 1889, la “Historia Psicológica de Puerto-Rico”. El concepto “Historia Psicológica” aludía ese hipotético relato colectivo capaz de informar de manera verdadera la evolución de la cultura y el espíritu de un grupo humano. El pensamiento ilustrado francés había codificado la noción Espíritu del Pueblo para referirse a ello. El alemán lo nombró simplemente Volkgeist.
Tras aquellos argumentos intelectuales se encontraba una acusación mayor: el liderato del separatismo era incapaz de traducir las aspiraciones psicológicas -espirituales o culturales- de su pueblo por lo que era plausible concluir que la propuesta representaba una anomalía. La marginación que el discurso historiográfico aplicaba al separatismo, reflejaba su enajenación con respecto al verdadero puertorriqueño. La deriva de aquel procedimiento era simple y devastadora: si la gente de la provincia era moderada y amaba la hispanidad, el separatismo representaba un contrasentido tan grande como la aspiración a la anexión a Estados Unidos. Puerto Rico no podía ser una nación separada porque compartía la nacionalidad hispana.
Afirmando su integrismo con aquellos conceptos, los liberales reformistas y autonomistas se colocaban en una (in)cómoda posición de centro. Aquella decisión los convertía en blanco fácil de los integristas conservadores e incondicionales quienes los acusaban de separatismo, y de los separatistas que le reclamaban un compromiso mayor con su propuesta. Pero lo cierto era que los liberales reformistas y autonomistas no se sentían atraídos por el separatismo porque contradecía su integrismo, una de las claves de su discurso cultural. Las tensiones entre estos últimos dos sectores fueron particularmente visibles en los textos producidos desde el fin del Sexenio Liberal (1868-1874), hasta la invasión de Estados Unidos en 1898, periodo en cual las relaciones con aquel país, que había sido muy buenas desde 1815, continuaban creciendo a la vez que generaban visibles contradicciones políticas.
El culto a la hispanidad de los sectores liberales reformistas y autonomistas colapsó con la invasión 1898, como se sabe. Cualquier observador cuidadoso del proceso reconocerá la facilidad con la que su liderato, salvo contadas excepciones, caminó en la ruta de un americanismo sincero. El dominio del proyecto estadoísta entre 1899 y 1903, es la demostración más clara de ello. El estadoísmo moderno que nace con el republicanismo barbosista, fue la reformulación del viejo anexionismo del siglo 19 cuyas manifestaciones más remotas se remontan a la década de 1810. La actitud de complacencia y confianza de aquellos ideólogos ante la presencia estadounidense y sus objetivos para Puerto Rico y su pertinaz oposición a la independencia, representa una continuidad con la tradicional oposición al separatismo que aquel sector manifestó.
La situación representa una paradoja interesante. Los liberales reformistas y autonomistas toleraron la acrimonia de una relación desigual y autoritaria con España y confiaban en mejorarla dentro del reino sobre la base de su culto a la hispanidad. Del mismo modo, tras la invasión aceptaron una relación incómoda y asimétrica con Estados Unidos, es decir colonial, con la esperanza de que desembocaría en un futuro no determinado en la democracia, la igualdad y la libertad. La actitud resulta comprensible tratándose de grupos políticamente moderados.
Sin embargo, sorprende cuando se mira el giro de los separatistas que antes habían defendido la independencia de España. En la práctica aquel sector se moderó, aceptó el lenguaje del imperio y lo reprodujo. Los separatistas independentistas y anexionistas vivieron una fractura lógica tras el 1898. La independencia siguió siendo una opción de minorías que, si bien resultaban visibles, no contaron o no pudieron conseguir el apoyo popular. El encantamiento con la cultura política sajona fue enorme en los primeros días de la invasión. Lo novedoso de la situación fue que los independentistas se enajenaron el apoyo de los anexionistas.
Es cierto que las relaciones entre independentistas y anexionistas habían sido tensas durante el siglo 19. Tras la invasión del 1898 era poco lo que se podía hacer. Las posibilidades de alianzas tácticas entre independentistas y anexionistas, ahora estadoístas, quedaron canceladas tras la invasión. Lo más interesante de aquel proceso fue el papel protagónico que tuvieron en el diseño del estadoísmo republicano de José Celso Barbosa, distinguidos separatistas anexionistas como José Julio Henna y Roberto H. Todd, asunto que trataré en otro momento.
No se trata sólo de eso. Los ideólogos y activistas separatistas que persistieron en la lucha por la independencia, como es el caso de Eugenio María de Hostos, confiaban en la buena voluntad de Estados Unidos. Un buen ejemplo de ello puede ser el que sigue. El separatismo independentista hasta el 1898 reconocía que la separación habría que hacerla por la fuerza de las armas: la agitación política debía conducir a una insurrección, grito o levantamiento que debía ser apoyado con una invasión militar eficaz. Pero los independentistas pos-invasión hasta 1930, presumieron que su meta se obtendría mediante una negociación sincera con las autoridades estadounidenses porque, en el fondo, seguían viendo el 1898 como un momento de “liberación”. La impresión que da es que aquellos sectores confiaban más en la disposición de la civilización sajona a negociar que en la hispanidad.
La explicación que suele darse a esa anomalía aparente es que la “patria” de aquellos intelectuales era el “progreso” y el destino del viaje en cual se habían embarcado y del cual el 1898 era un peaje que había que pagar, era la “modernización”. Estados Unidos podía garantizar mejor que España la modernización de Puerto Rico por lo que valía la pena esperar con paciencia. No pongo en duda la validez de un argumento teórico que incluso yo he sostenido. Pero cuando observo ese momento a la luz de la evolución del pensamiento historiográfico puertorriqueño aparecen otras posibilidades. La invisibilidad del pasado del separatismo independentista jugó un papel particular en aquel proceso confuso.
El hecho de que la historiografía puertorriqueña la hubiesen manufacturado liberales reformistas y autonomistas resultó determinante en aquella actitud de complacencia del liderato político e intelectual tras el 1898. La mayor gesta revolucionaria, Lares 1868, era un evento que había sido devaluado consistentemente sobre la base de argumentos compartidos con el conservadurismo y el incondicionalismo más feroces. Su mayor figura, Ramón E. Betances, moría en París en 1898. Eugenio María de Hostos, separatista independentista desde los primeros días pos-insurrección, era un extraño en su país tras años de trabajo en Chile.
El único esfuerzo que conozco por reevaluar la conjura de 1868 y el papel histórico de sus figuras más emblemáticas correspondió a un ideólogo autonomista radical quien con posterioridad defendió la independencia. Me refiero a Sotero Figueroa (1851-1923), uno de los fundadores del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1887 y quien, dos años más tarde, ya se encontraba en Nueva York colaborando con el separatismo cubano. Lo más cercano a una historiografía desde la perspectiva separatista es la obra de este tipógrafo ponceño. A ella me dedicaré en otra columna.
* Publicado en 80grados.net.